El convento de San Rafael reflejaba un dolor
insoportable pero allí se encontró otra vez. Reconociendo esquinas desfiguradas
con el sol de cada mañana. Una humedad perenne que nunca comprendió, el hermano Manuel acaba de morir. Tiempo de despedidas, de olvidar tantas horas, meses y años donde no volvió a ser el de antes.
Mario tenía sólo 21 años, la risa reflejada en los ojos y las manos abiertas al misterio de la fe. Lo de ayudar a la gente se le daba bien, sonreía a las vecinas del frente que siempre sentadas en la acera, escogían el arroz, y comentaban todos los detalles posibles de la vida del barrio. Saludaba al borracho de la esquina, hasta abrazaba sin reparos a Tiznito, una viuda que cocinaba con carbón y leña del río. No podía con los carnavales, las telenovelas, y las borracheras de cada domingo, en realidad Mario no tenía amigos ni caricias de otros cuerpos. Siempre sonriente porque madre católica y devota le enseñó a poblarse de lo pequeño.
Mario tenía sólo 21 años, la risa reflejada en los ojos y las manos abiertas al misterio de la fe. Lo de ayudar a la gente se le daba bien, sonreía a las vecinas del frente que siempre sentadas en la acera, escogían el arroz, y comentaban todos los detalles posibles de la vida del barrio. Saludaba al borracho de la esquina, hasta abrazaba sin reparos a Tiznito, una viuda que cocinaba con carbón y leña del río. No podía con los carnavales, las telenovelas, y las borracheras de cada domingo, en realidad Mario no tenía amigos ni caricias de otros cuerpos. Siempre sonriente porque madre católica y devota le enseñó a poblarse de lo pequeño.
De ahí la idea para refugiarse con los hermanos de San Juan de Dios. Mario observa
atentamente a una psicóloga que estuvo acorralándolo con preguntas que ni ella
misma entendía. Pero salió al final con un resultado de inteligencia
equilibrada y clara vocación religiosa.
El hermano Manuel superior de la casa, no lo creyó así. Pero conversó con
Mario largas horas, de él dependía su entrada al convento y quiso ayudarlo
porque le recordó un tiempo en que solo se llamaba Manuel, viajó a otros
lugares, hizo trampas, y estaba en paz. El hermano Manuel ni siquiera creía en Dios eterno. Levantarse
a las cinco de la mañana para rezar el rosario, fue una de las tantas rutinas
de cada día. Estar arrodillado frente al altar olvidando sus pies adormecidos,
las ganas de un simple beso. Por eso se revolcaba de vez en cuando con la
cocinera, debía tener un escape y a ella no le importaba mucho que él la
cogiera con furia, sin mirarle a los ojos, sin poder dar un grito y con ropa
además...
BELLO TU BLOG, BELLO TU CUENTO.... GRACIAS.... UN BESO DE INTERCAMBIO POR TANTA BELLEZA COMPARTIDA....
ResponderEliminarAgradecido, es bueno compartir el misterio y la magia de las palabras!!!
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